Autora: Ana Muñoz


Sara tiene 12 años. Ha estado deprimida durante unos seis meses. Solía estar tumbada e irritable, empeoró en sus estudios y dejó de ver a sus amigos. Después, durante unos días comenzó a salir de ese estado; llamó a sus amigos, volvió a hacer antiguas actividades que le divertían y estaba más interesada en el colegio. Pero poco después, los demás notaron que estaba más animada de lo normal. Llamó a 10 de sus amigos para ver si podían venir y la mayoría lo hizo. Empezaron un juego y pronto vieron que Sara actuaba de forma extraña. No paraba de reír, cambiaba las normas del juego a su antojo, se puso los calcetines en las orejas y empezó a bailar por toda la habitación. A sus amigos no les hacían gracia sus bromas, pero ella seguía riendo sin cesar a pesar de ser la única que lo hacía. Cuando le dijeron que eso no era divertido, ella se enfadó y los echó de casa. Durante el fin de semana despertó a sus padres en plena noche tocando el piano, cada hora aproximadamente iba hacia ellos a toda prisa para decirles algo que había olvidado. Se reía tanto que apenas la entendían. En el colegio la echaron de clase por actuar como si tuviera dos años y molestar a sus compañeros. Esto duró una semana, después fue volviendo poco a poco a su estado deprimido habitual. Había tenido un episodio hipomaníaco.

Justin tenía 11 años cuando la profesora llamó a su madre diciendo que había tenido que llevarlo dos veces a ver al director. Cuando llegó a casa entró como una flecha gritando algo acerca de una gran idea. Saltó desde lo alto de la casa a un arbusto cercano con una tabla de madera en la mano. Cuando su madre le preguntó qué hacía le dijo algo acerca de lanzaderas espaciales y pistas de aterrizaje. Ella le dijo que volviese a casa y él le dio un puñetazo en el estómago diciendo: "de eso nada, puta" y se alejó en su bici. Durante los tres días siguientes lo echaron del autobús, rompió su bici, casi prende fuego a la casa haciendo un pastel a las tres de la mañana, llamó por teléfono a sus amigos en mitad de la noche, se cortó parte del pelo, se bebió cuatro latas de cerveza y acabó dando saltos en el techo de un coche de policía antes de que se lo llevaran al hospital. Había tenido un episodio maníaco.

Algunos estudios recientes sugieren que la enfermedad bipolar podría aparecer incluso a los 7 años de edad. Los síntomas de los niños son diferentes a los de los adultos y suelen ser ciclos más rápidos. Este trastorno suele confundirse con el trastorno de hiperactividad. "Si un niño tiene una historia familiar de trastornos en el estado de ánimo y/o alcoholismo y manifiesta un patrón de hiperactividad, irritabilidad, cambios de humor y prolongadas rabietas, entonces el trastorno bipolar tendría que ser considerado como un posible diagnóstico", dice Elizabeth Weller, psiquiatra del hospital infantil de Filadelfia. En los niños es más frecuente que, durante la fase maníaca, estén irritables y tengan estallidos emocionales destructivos, dificultad para dormir, hablan mucho y rápido, cambios frecuentes de humor, aumento de la conducta arriesgada, y también pueden tener ideas exageradas de habilidad e importancia. Cuando están deprimidos se quejan de dolor de cabeza, dolores de estómago, cansancio, rinden poco en la escuela, su comunicación es pobre, están irritables y son extremadamente sensibles al rechazo o al fracaso.

Después del episodio maníaco las cosas no son fáciles para ellos. Suelen perder a sus amigos y ser rechazados. Su desarrollo psicológico se ve afectado. En algunos aspectos son inmaduros, mientras que en otros son más maduros, debido al sufrimiento que atraviesan. Es como si un tornado arrasara su vida cada cierto tiempo de un modo impredecible y algunos pueden pensar que no vale la pena empezar de nuevo porque todo se volverá a venir abajo después. El 20 % intenta suicidarse. La irritabilidad que a menudo acompaña a la depresión infantil suele suscitar en los demás rechazo y antipatía hacia ellos.

En el caso de Justin, sus padres lo culparon por estar enfermo, su hermana le tenía miedo y en la escuela querían que alguien lo supervisase continuamente por si volvía a suceder. En cuanto Sara, sus amigos la consideraban rara y se alejaron de ella. Dejó de jugar al baloncesto, empeoró en la escuela y empezó a fumar. Cuando dijo que iba a suicidarse la llevaron a un médico que, sin tener en cuenta que era bipolar, le recetó antidepresivos.

Tras una semana de medicación estaba tan inquieta que no podía estar tranquila un instante. A su perro le rompió las cotillas de una patada y cuando volvió a casa del hospital dijo que no tomaría un fármaco nunca más. Sus padres la empujaron a hacer actividades: escritura, teatro, baloncesto, amenazándola con llevarla al hospital si no las hacía. Poco a poco pudo ir saliendo de su estado depresivo.

También te puede interesar: