Autora: Ana Muñoz


Los obuses atraviesan el cielo sibilantes y caen por todas partes, destruyendo edificios, calles, plazas, cuerpos; caen sin que podamos predecir el lugar de su estallido. La gente corre en todas direcciones tratando en vano de encontrar refugio, aun sabiendo que no hay lugar donde sentirse a salvo. Otros se quedan inmóviles, sentados en el suelo, con la vista fija en sus zapatos, su semblante impertérrito. Yo apoyo mi espalda contra el grueso tronco de un árbol y, echando mis brazos hacia atrás, sitúo las palmas de mis manos sobre su corteza, como si al sentirlo de aquel modo pudiera, de alguna manera, protegerme.

La tierra bajo mis pies vibra a causa de las bombas y algunas de las hojas del árbol se desprenden y caen al suelo revoloteando, llevándose mi mirada con ellas; tal vez porque no quiero ver más edificios viniéndose abajo. De vez en cuando hay unos instantes de silencio cuya finalidad no es más que la de jugar cruelmente con la esperanza. Porque siempre vuelve... siempre.

Pero durante esos segundos de expectante silencio puedo escuchar hasta el roce de las hojas en el aire. También oigo un débil golpeteo que al principio ignoro, pues mis sentidos luchan por cerrar sus puertas al exterior para siempre. Y a pesar de eso sigue ahí, sonando como si alguien llamara a una puerta. Parece proceder de muy cerca, dando la impresión de que su origen está en el mismo árbol que me sostiene. Aguzo el oído y lo escucho de nuevo, justo detrás de mí. Rodeo el árbol lentamente, sin despegar mi espalda de su tronco, y descubro sorprendida que hay tallada una especie de puerta en su base, justo a mi izquierda. Es cuadrada y mide aproximadamente unos treinta centímetros. De nuevo escucho el golpeteo y ya no tengo ninguna duda acerca de su procedencia.

Mientras los obuses vuelven a silbar, me agacho e introduzco mis dedos entre las rendijas de la pequeña puerta, tirando de ella hacia fuera. Entonces algo empuja la puerta con fuerza y un extraño y diminuto ser sale de su interior, corre a gran velocidad y luego se detiene a unos pocos metros de distancia, se da la vuelta y me mira fijamente a los ojos. Su cuerpo es como un pequeño tronco y tiene cuatro ramas a manera de brazos y piernas. Sus pequeños ojos marrones son completamente humanos y los más hermosos que haya visto nunca.

No sé bien por qué, pero no quiero que se vaya; no quiero que me deje. Tal vez comprende mi mirada implorante porque, a pesar de no tener boca, sus ojos me sonríen amablemente. Avanza unos pasos hacia mí, se detiene, da un pequeño salto y empieza a bailar alrededor del árbol, siguiendo el ritmo del sonido provocado por los estallidos de las bombas. Baila sin cesar, haciendo piruetas, dando volteretas, saltando, levantando sus frágiles brazos con cada explosión, girando al compás del sonido de los obuses que silban al atravesar el cielo a poca altura, consiguiendo transformar los aterradores estallidos en música.

Al ver a ese extraño ser bailar parece como si todos y cada uno de los sonidos y estruendos de las bombas se sucediesen en perfecta armonía, como trombones y flautas orquestados por una mano invisible que consiguiera convertir aquella atroz destrucción en melodía. Impulsada por una extraña sensación en mi interior, me sitúo detrás de la extraña criatura y empiezo a bailar imitando sus movimientos, sintiendo cómo una inmensa alegría me invade poco a poco hasta llenarme por completo y hacerme reír y saltar de felicidad con cada bomba, cada silbido, cada edificio echado abajo. Varias personas me observan boquiabiertas, pero pronto acaban uniéndose a mí y su número va en aumento hasta que somos muchos los que bailamos y reímos alrededor del árbol mientras las bombas destrozan todo lo que construimos.

No me di cuenta del momento exacto en el que la pequeña criatura desapareció, pero por entonces ya no me importaba. Bailamos durante tanto tiempo que al final fuimos cayendo exhaustos al suelo y nos quedamos dormidos, tras largas noches de insomnio, ajenos a la destrucción que estaba teniendo lugar a nuestro alrededor. Cuando despertamos los bombardeos se habían detenido. Todo estaba completamente destrozado y no quedaba un solo lugar, hasta donde alcanzaba mi vista, donde las bombas no hubiesen caído, excepto el árbol y la pequeña plaza en medio de la cual se alzaba.

Más tarde supe que yo fui la única persona que había visto aquella pequeña criatura de madera. Sea como fuese, todos estábamos vivos y dispuestos a reconstruir de nuevo nuestras casas y nuestras vidas, porque la alegría que habíamos sentido durante nuestra frenética danza se había quedado adherida para siempre a nuestros corazones y sabíamos que el duro y cansado trabajo que nos quedaba aún por hacer podríamos hacerlo bailando al ritmo de cualquier sonido.