Autora: Ana Muñoz


Ellos siempre contaban historias; siempre tenían historias para cualquier ocasión. Historias acerca de las cosechas, de la lluvia, del viento, del ganado, de los árboles, de los isleños solitarios. Formaban una familia de la tierra; una tierra que podía verse reflejada en su piel; en sus ojos del color del suelo fértil, surcados, como él, por extensos ríos o pequeños riachuelos que bajaban desde la cumbre de las montañas, trazando su camino fácilmente, hasta las vastas llanuras que eran su hogar. Desde el pie de las montañas hacia la costa ni un sólo árbol se alzaba en ellas y podías cabalgar durante mucho tiempo sin que nada ocultase el horizonte. Contemplar aquella inacabable belleza verde suscitaba en mí una sensación de grandeza, de eternidad y, sobre todo, de libertad absoluta llevada hasta unos límites que transforman esta palabra en un aliento vital, eufórico, exultante.

Cuando se iba la luz, algo que sucedía a menudo a causa de las fuertes tormentas invernales, era uno de los mejores momentos para escuchar sus historias. Iluminados por las velas y el fuego de la chimenea, nos sentábamos, con una copa de vino en las manos, a escuchar los relatos que narraban los más ancianos de la familia y que luego contarían, a su vez, sus hijos y sus nietos.

Aquella oscura tarde, ella, la más anciana de todos, contó una historia que nadie había contado antes. Por algún motivo que sólo ella conoce se había guardado para sí ese relato durante ochenta y dos años, desde el día en que, a los diez años de edad, alguna persona, probablemente tan vieja como era ella, se lo contase durante su fatigoso caminar al Nuevo Mundo, huyendo del hambre y la opresión, en busca de la libertad que pudo respirar por primera vez en estas tierras. Supongo que decidió que el momento de contarlo había llegado, aunque no puedo evitar pensar, al recordar sus penetrantes ojos grises fijos en mí, que era yo el motivo por el que esa historia debía ser contada aquella tarde, en aquel momento, mientras la lluvia golpeaba y mojaba rítmicamente una tierra que nunca estaba demasiado sedienta. "Una tierra feliz y sonriente", decían ellos. "Puedes saber si la tierra sonríe cuando caminas sobre ella con los ojos cerrados y los pies descalzos y dejas que sus espíritus suban por tus pies hasta encontrar el lugar que conecta con tu alma".

- ¿Y dónde está ese lugar? - le pregunté una vez.

- La tierra lo sabe.

Mientras el humo de la chimenea se abría camino entre las gotas de lluvia, la anciana comenzó a contar su historia con una voz tan joven como sus ojos, a pesar de su cuerpo gastado y encorvado y las innumerables arrugas que peinaban su rostro hacia la tierra. Ella lucía esas arrugas con orgullo, diciendo que eran consecuencia del abrazo de la tierra, que nos llama de nuevo hacia ella para hacernos inmortales y darnos así, a través de la caída, la vida y la belleza eternas.

Su historia acontecía en una pequeña isla de un lugar desconocido y su protagonista era una mujer joven y soñadora, cuyos sueños, a ojos de muchos irrealizables, dominaban su vida sumiéndola en un estado de desasosiego y añoranza, como si en algún momento de su vida le hubiesen arrebatado algo que le pertenecía y que era lo único en este mundo que podía mostrarle y hacerle sentir la verdadera felicidad. Mientras tanto, una extraña tristeza, entrelazada con la alegría que le prestaba una esperanza nunca consumida (pues la esperanza es el lago que nunca se seca por mucho que bebamos de sus aguas) le daban un aspecto distante y sonámbulo, como si no estuviera del todo despierta.

"Así iban transcurriendo sus días", dijo la anciana. Y luego, súbitamente, se detuvo. Todos guardamos silencio, esperando que reanudara la historia, pensando que, tal vez, su memoria empezaba a fallarle y necesitaba un momento para recordar. Pero su memoria era excelente. Simplemente se había detenido y me miró, durante unos segundos, con unos ojos cuya intensidad paralizó mi cuerpo.

- ¿Qué pasó después? - le pregunté.

- Aún no ha pasado. Esto sucedió hace muchos años y ella sigue observando el mar y esperando, pero nada ha sucedido desde entonces.

Cuando me liberó de su mirada, mientras el profundo silencio que invadió la habitación se veía únicamente perturbado por la lluvia y el fuego, sentí un escalofrío de tristeza recorrer mi piel palmo a palmo y comprimir todos los músculos de mi cuerpo en una especie de espasmo invisible pero terriblemente doloroso. Necesitaba conocer el final de esa historia pero, igual que los demás, me uní al silencio y no pronuncié palabra alguna.

Aquella noche, intentando dormir sin conseguirlo, conocí la trampa de la esperanza, que, si bien es unas veces una poderosa fuerza que, inagotable, nos impulsa hacia destinos mejores, otras veces, cuando las aguas que la alimentan están hechas de espejismos inagotables e irreales, se convierte en la trampa que detiene la vida y el tiempo y detiene la historia, nuestra historia, aquella de la que nunca podremos contar el final.